El Hueco: la estética del colapso y la ceguera reiterada

El Hueco, de Santiago Reyes Villaveces, presentado en la Galería Santa Fe durante la XIII edición del Premio Luis Caballero, ha sido celebrado por su fidelidad con la materialidad del paisaje urbano bogotano, por su gesto de desestabilizar el espacio expositivo y volver visible la fragilidad del entorno construido. La instalación transporta literalmente fragmentos de la calle deteriorada al interior aséptico de la galería, creando una experiencia sensorial que obliga al espectador a confrontar básicamente las condiciones precarias de la infraestructura urbana. Sin embargo, es precisamente desde esta celebración aparentemente crítica de la ruina, del hueco como metáfora del abandono institucional, donde se abre un espacio para una reflexión más incisiva sobre los límites y complicidades del arte contemporáneo.

La trampa de la representación contemplativa.

La obra de Reyes Villaveces produce una sensación de inestabilidad conceptual que trasciende su impacto formal inmediato. Existe una incongruencia fundamental entre la sofisticación técnica de la instalación, su inserción en el circuito institucional del arte bogotano, y su pretendida función como denuncia del deterioro social. Lejos de imaginar futuros posibles o proponer otras rutas de pensamiento urbano, la pieza se instala cómodamente en la repetición —casi obediente— de una estética del deterioro que ya forma parte del imaginario consolidado sobre la ciudad latinoamericana.

Esta operación artística nos devuelve la imagen de lo que creemos saber por experiencia cotidiana: las ciudades colapsan, se agrietan, se hunden bajo el peso de la desigualdad y el abandono estatal. Pero esta confirmación visual, por más poéticamente elaborada que esté, plantea una pregunta incómoda: ¿y luego qué? ¿Cuál es el gesto que se desprende de esta traducción estética del desastre urbano?

La nostalgia del desastre.

La instalación, bajo su aparente crudeza documental y su innegable potencia poética, termina generando lo que podríamos llamar una nostalgia por el desastre: una fijación casi romántica con los vejámenes estructurales de la ciudad latinoamericana que, paradójicamente, los estetiza y los vuelve consumibles para un público de arte. Esta nostalgia resulta profundamente inmovilizante porque no permite el salto imaginativo, el desvío creativo, la visión alternativa que el arte debería propiciar.

En lugar de incomodar genuinamente al espectador o desestabilizar sus marcos de referencia, la obra confirma y consolida una narrativa ya conocida sobre el "tercer mundo". Se convierte así en una suerte de museo del derrumbe, donde el público puede experimentar la precariedad de manera controlada y segura, sabiendo que nada cambiará principalmente: los huecos seguirán existiendo, ya no solo en las calles de la ciudad, sino también en la memoria institucional del arte, y por tanto en la conciencia colectiva como algo natural e inevitable.

El arte como reproducción de la ceguera

En esta dinámica, el arte abdica de su potencial transformador y se limita a ser un espejo cómodo de las condiciones existentes. No enseña nuevas formas de ver, no propone alternativas conceptuales, no confronta las estructuras de poder que producen y mantienen esa precariedad urbana. Más bien se regodea en la estética del desgaste, reproduciendo la misma mirada resignada que atraviesa cotidianamente la ciudad, sin cuestionar las raíces sistémicas de esa precariedad estructural.

La obra pierde así la oportunidad de empujar la mirada colectiva hacia otros horizontes de posibilidad. No interroga la violencia inherente en las formas arquitectónicas dominantes, ni su carácter jerárquico, ni sus modos hostiles de imponerse sobre los cuerpos que habitan la ciudad. Se queda en la superficie fenomenológica del problema, sin adentrarse en las causas que lo producen o en las alternativas que podrían transformarlo.

El arte contemplativo.

En este sentido, El Hueco no fracasa como instalación formal—su factura técnica y su impacto sensorial son incuestionables—sino como dispositivo ético y político . Su límite no está en lo que muestra, sino en lo que no imagina. En un momento histórico donde las crisis urbanas exigen respuestas creativas y transformadoras, el arte no puede contentarse con ser un registro estético de la decadencia.

Hoy más que nunca, el arte necesita atreverse a proponer otros modos de ver, de vivir, de habitar el espacio urbano. Necesita imaginar arquitecturas menos invasivas, menos jerárquicas, menos naturalizadas por la lógica del desastre. Necesita romper con la ceguera de la inmediatez que nos mantiene atrapados en el presente problemático.

Hacia una estetica de la transformacion

La pregunta que queda resonando es si el arte contemporáneo puede ir más allá de la documentación crítica del presente para aventurarse en el terreno más arriesgado de la imaginación política. Repetir el deterioro urbano ya no es suficiente como gesto artístico. Repetirlo con escombros reales dentro de un espacio museístico tampoco redime esa insuficiencia, sino que la agrava al conferirle el aura de la legitimidad institucional.

Lo que necesitamos urgentemente del arte no es la confirmación sofisticada de nuestras ruinas urbanas, sino el gesto valiente de imaginar y prefigurar lo que aún no existe. El desafío está en crear obras que no solo documenten la crisis, sino que abran caminos imaginativos hacia su superación. Así el arte podrá recuperar su dimensión transformadora y dejar de ser cómplice involuntario de la reproducción de aquello que pretende criticar.

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